Evite apoyarse en el cristal

Por Beatriz A. Menelik



  • Parecía imposible acostumbrarse a la sensación de tener insectos
    en la piel, ya fuere en la superficie o por dentro, escarbando y caminando lentamente, posándose en algún punto especifico de la pierna,
    de los dedos del pie, luego del otro pie; la picazón que causaban y como la picoteaban en todas partes. Cuando volteaba con la mano alzada
    preparada para matar, se daba cuenta de que en realidad no era nada, como siempre, como todas las noches, solo estragos...de todo tal vez,
    y al día siguiente tenía que soportar el zumbido y el tacto de las moscas reales.

    Pero ¿cómo podía ser verdad aquello? Los noticieros de todo el país anunciaban un Ajusco nevado - ¡Pensé que las fotos eran de Suiza o Finlandia!
    - decían todos a la hora de la comida. Era año nuevo, ella estaba lejos de casa, de esas montañas blancas y del horrible frío abrazador de los
    dinamos. No era posible que hubiera tantas moscas, tantos insectos, tanto calor insufrible en pleno invierno, al mismo tiempo que tanta niebla
    y tanto viento helado en la madrugada. Solía despertarse empapada de sudor en las 3 a.m., con las piernas arañadas por tanta comezón que le
    causaban esos bichitos invisibles, llegando a terrorearla cada día sin excepción alguna. Odiaba sentir la ropa mojada y pegada al cuerpo,
    ya no soportaba estar en ese infierno, sol, habana, llamémoslo como sea, en ese desierto mental terriblemente caluroso y que al más mínimo
    viento que se colaba por la ventana la hacía temblar.

    En cuánto despertó, decidió que quería bañarse y así al menos refrescarse un poco, aunque fuera a jicarazos para no dar una mala impresión,
    no otra, ya la habían visto pasearse como fantasma con ojeras en forma de relojes de péndulo y el cabello enredado con olor a cigarrillo,
    destilando alcohol por la piel y durmiéndose en cada rincón por accidente. Llevaba seis meses de fiesta continua, las gripas eran más resacas
    que gripa y las gastritis también eran resacas y las náuseas y el no comer eran todas resacas, sobrellevarlo en casa ajena sin duda era un arte
    y afortunadamente en navidad le habían regalado un perfume, el cual se rociaba como desquiciada en todo el cuerpo porque se sentía sucia a pesar
    de que pudiera bañarse hasta 3 veces al día. El olor que desprendía su piel era azufroso, era una mezcla entre cobre y plástico quemado,
    totalmente repugnante y que, sobre todo, causaba pena.

    La cena de año nuevo no fue nada espectacular, carne insípida en un caldo con sabor raro, sin mencionar el gusto desagradable que le causaba
    la lengua amarga por tanta cerveza, además de que el plato estaba desbordándose y ella no tenía ni intención ni ganas de probar algún bocado.
    Sin embargo, iba rápido con la botella de whisky, ni algo tan barato ni tan exuberante, un Ballantine’s que había traído Román.

    Román era un tipo demasiado carismático, una suerte de persona totalmente encantadora y espontánea, sonreía y te preguntaba de forma relajada
    cualquier cosa, pero nunca podías verle los dientes, siempre bajaba el labio superior de tal forma que eran imperceptibles y por más que riera
    nunca le salía una carcajada dentada.

    En cuanto pudimos, huimos de la cena familiar, hicimos un brindis a las 11:55 y en pleno ¡FELIZ AÑO NUEVO! nos encontrábamos recorriendo a toda
    velocidad las calles del Estado de México. Román conducía como un trastornado y el frío viento nos abrazaba a todos, escuchábamos música a todo
    volumen y su hermano y yo jugábamos con un láser en la parte trasera del auto, láser que Román nos dio cual padre intentando distraer a sus hijos
    con alguna chuchería. Las calles eran oscuras de una forma extraña, todas las lámparas que alumbraban las aceras eran moradas y las cubría una
    neblina espesa, neblina que venía del frío de los cerros y de las fogatas familiares que había en cada esquina. También, las gentes de la colonia
    cerraban las calles atravesando sus coches y ya nadie podía circular por ahí. El lugar de la fiesta estaba en obra negra, en el baño no había puerta
    y en el piso de abajo no había luz, solo se veía con el reflejo de la luna un auto viejo y largo empolvándose, un clásico cocodrilo.

    De esa noche le quedó grabado algo que nunca olvidaría: los cocainómanos te dicen que no consumen crico hasta que no hay otra cosa que esnifar
    -todos se doblegan, todos se corrompen alguna vez- entonces todos te aceptan un llavazo y hasta te piden otro después de unos minutos, de hecho,
    te piden la bolsita y se la dan al que está cortando la merca para repartirla equitativamente. Por su forma de manejar y de conducirse en la vida
    con esa ansiedad no inteligible -al menos no de lejos- no nos sorprendió que Román pusiera dinero durante toda la noche para comprar 5 gramos en total;
    siempre todos inculpaban a su hermano por drogadicto y la realidad era, que los dos lo eran.

    Había noches en las que soñaba que se desvanecía en algún lugar de la casa después de una serie de voces que no se callaban, luego soñaba que se
    despertaba y seguía soñando con las voces y los desmayos durante toda la noche en un ciclo obsesivo-alucinatorio, un transitar delirante. Por la
    mañana se despertaba y gritaba al ver que el hermano de Román llevaba horas observándola y cada día los insectos y el terror de verlo ahí parado,
    inerte, malévolo, sigiloso; saber que era participe de cómo ella misma se rasgaba la piel por los bichitos invisibles, no solo al ignorarlos, y al
    ignorar tal sufrimiento, sino, que otras veces participaba activamente tratando de quitárselos de la piel, y al final, terminaba asustándola de
    cualquier forma, dándole pellizquitos como salvándola de alguno, otras veces la golpeaba tan fuerte tratando de aplastarlos que la despertaba de
    brinco, pero las más tranquilas era cuando solo los buscaba por dentro de las cobijas con una linternita, ya que a él también lo atormentaban.
    Mi papá era psicótico y tomaba fotos y nos decía que ahí estaban los duendes, nos decía que le aventaban cosas en la cara, como el bote de shampoo
    y decapitaba a mis peluches porque decía que se movían. Me pregunto si sufrirá tanto para estar tan enojado todo el tiempo. Una vez leí en la pared
    un grafiti que decía SUFRE. Yo sufro. Nadie nunca me deja en paz. El hermano de Román también decía que escuchaba voces o que se le subía el muerto
    todos los días y era tan callado y daba tanto miedo. En este momento, en el año nuevo 1998, no existe el tiempo. En algún momento me sangrará la nariz,
    no sé cuánto tiempo llevo aquí, en la mansión del tiempo, porque no existe el tiempo aquí, no, no existe. No sé si sigue siendo el año nuevo 1998, 1999
    o el nuevo milenio. Debe ser el nuevo milenio, yo nací un año nuevo del 2001. El flaco está bailando raro y preguntando si hay más. Los demás se están
    quedando dormidos y no sé si el sol entremetido en el cielo está amaneciendo o atardeciendo. Todos parecen zombis, algunos lloran, otros se van, como
    zombis...lentos...lentos...lentos. No tengo con quién hablar. Ya no hay más. Ya no hay más de nada.

    Cruzando la avenida se encontró con algún egresado del anexo, pidiendo cooperación voluntaria y entregando folletos de aquel centro de rehabilitación
    con algún nombre cursi como “hijosdenuestraseñoraperseguidoradelosremedios” y tenía a un costado una estatua espantosa de metro y medio de un San Judas Tadeo.
    No tenía nariz, y sus ojos de vidrio eran como los de alguna muñeca vieja, sus mejillas eran delgadas porque estaban carcomidas por el salitre como las de sus
    servidores y de mala o buena fe –más mala que buena- en un terrible intento de curaduría, de restauración alguna, cubrieron los huecos de pintura
    con esmalte para las uñas -que no era del mismo tono- y con marcadores fosforescentes. No sabe cuánto tiempo permaneció mirándolo,
    con los ojos totalmente muertos, con mucho frío y totalmente mareada. No sabe cuánto tiempo se quedó mirando esa imagen mientras caminaba
    kilometro tras kilómetro. Los sueños volvían, se desvanecía, escuchaba cosas, corría, no había nadie que buscara los pequeñitos bedbugs
    debajo de su piel, no había nadie y picaba tanto...cuando se desmayó de nuevo sintió algo blando en el suelo, algo húmedo, como pequeñas
    tiritas de papel mojado por aquí y por allá. Daba igual, tal vez no era real, como nada y como todo. Tal vez solo era el hermano de Román
    y sus perversiones.

    Cuando despertó todo era igual, pero los bichitos ya no estaban, ni estaba el tipo de la estatua horrorosa, ni estaba Román; solo estaba el
    hermano de R., tocándola inapropiadamente como todos los días y observándola como un loco, esta vez, siendo participe horas después desde la
    sala de espera, de cómo amputaban sus piernas. Silencioso, guardián, espectador.

    Unos dicen que alguien se estampó en el Metrobús y que ella iba recargada en la puerta del lado del impacto, otros dicen que su circulación
    se había vuelto tan mala, que después de que la encontraron con las piernas completamente moradas todos sabían cómo acabaría esa historia,
    como todas las que son acerca de miembros gangrenados. La última teoría y la más probable, era que se había desollado sola con una Gillette.
    Haya sido lo que haya sido, los bichitos se habían ido para siempre. Tal vez la sobriedad no era del todo la solución al igual que tampoco
    lo eran las fumigaciones, tal vez había otro modo de ser humano y libre, como decía Chayo.

    Rápidamente remplazaron la estatua horrenda de San Judas por la imagen viva de Nuestraseñoraperseguidoradelosremedios, que fue la que encontró
    la respuesta para todos nosotros los adictos, que fue la que se libró de todo mal. No celebraban su sobriedad, porque ni siquiera había tal,
    todos celebrábamos la huida de los bichitos. Les dio piernas para correr lejos de ella y dejarla en paz, por los siglos de los siglos.

    Haya sido lo que haya sido, ya se lo llevo su chingada madre.





  • Home next

  • Copyright © 2023 Beatriz A. Menelik